
Cada una de los y las artistas participantes en la residencia tuvo una experiencia particular y única. Nerea Rodriguez nos comparte cómo vivió los días de la residencia con estas palabras e imágenes:

Mi viaje por Alumbra comenzó marcado por un miedo atroz, miedo a lo desconocido, miedo a ese constante: ‘‘¿a dónde me he metido?’’ Estaba claro que no tenía ni idea del viaje que me deparaba durante mi estancia en la Atalaya, pero allá iba. Adelante.
Las primeras tomas de contacto fueron precisamente eso mismo, tacto. Tacto con mis compañeras, con mis tutoras, con todo el fantástico equipo que formaba parte de la residencia, pero sobre todo tacto con el entorno que ahora pasaba a rodearme y, por ende, tacto conmigo misma.
Aprendí, como adentraba, a relacionarme con el espacio privándome curiosamente del sentido que en mi día a día más me cegaba en cuanto a mi relación con este, la vista. Comencé entonces, impulsaba por las propuestas planteadas durante el programa, a interactuar o, mejor dicho, a habitar el espacio desde el sentido del tacto.
Es por ello por lo que, si cierro los ojos y hago memoria, recuerdo caminar por las calles de Alcaraz de la mano de Aurora, otra vez, tacto. También, recuerdo realizar frottage con María a las orillas del río madre, sintiendo aquella madera ya registrada en grafito bajo la yema de mis dedos, más tacto. He de añadir, a su vez, cuando me sumergí entre un mar de zarzas bajo el atento cuidado de Eva, acariciar las setas que descansaban bajo un tronco, arañarme con alguna rama que intentaba atrapar mi caminar y, toparme con alguna deambulante compañera que curioseaba al igual que yo ese rincón y sí, aquí va otra vez, el tacto. Y, al igual que estás, diversas experiencias más que viví durante estos días, todas y cada una de ellas interpretadas por un peculiar protagonista: mi tacto.

He de retomar, la carta que escribí antes de iniciar mi aventura en Alumbra, ese escrito para esa persona tan enigmática que comenzaba así: ‘‘te escribo a ti que no te conozco…’’ Ahora bien, aquella carta relataba mis miedos a un desconocido, del mismo modo que ese miedo ha sido el punto de apertura para escribir estos párrafos sobre mi experiencia durante mi estancia en la Atalaya, en Alcaraz. Y, precisamente, creo interesante el hecho de hacer hincapié en la vivencia táctil que personalmente ha supuesto para mí.
Pues, ¿acaso la perdida de la visión no da miedo? ¿el hecho de privarte de la vista no supone algo aterrador? ¿ese continuo estar delante de lo desconocido y que siga siendo desconocido?
Pero, si hablo de miedo, me gustaría rememorar el día que más miedo sentí, el cual, curiosamente, fue el día de mi cumpleaños. Recuerdo sentirme abrumada por esa sensación tan arrolladora que paralizaba no solo mi cuerpo, también mi mente, ese miedo a las alturas, que me llevó a desplazarme de forma cuadrúpeda casi, buscando nuevamente ese tacto firme con la tierra que me diera seguridad, recuerdo también sentirme sola ante esa situación, avivado por ser la fecha que era, recuerdo ser vulnerable, pero también recuerdo seguir adelante.
Y justo, precisamente ese 6 de septiembre en la sierra de Alcaraz fue mi peor y mejor experiencia vivida allí. Contradictoria, ¿verdad? Aprendí a ver entre grises, me nutrí de la meditación propuesta por los mágicos Miguel y Marina, donde nuevamente fui privada del sentido de la vista, pero no del tacto, recuerdo escuchar atentamente mi entorno, recuerdo escucharme más a mí, recuerdo todo lo que me dije y, lo que hoy en día no me dejo de repetir.
He de añadir que, también recuerdo aquella tarta, soplar las velas y que me canten a oscuras.
En resumidas cuentas, está claro que podría divagar durante páginas y páginas como ha sido mi experiencia en Alcaraz, no obstante, me quedo con que el miedo es mi fiel compañero, al cuál tengo que darle la mano y decirle vamos. Adelante.
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