Por Mario Guixeras
Alejarse de un lugar es siempre acercarse a otro y viceversa. Puedes notarlo en el camino de tus ojos desde una imagen a otra, y cuando después desplaces la vista algo más allá, algo más acá, quizá sin necesidad de moverte. Crecen muchos hongos sobre el tocón de un árbol talado en el centro de la ciudad. Debajo hay un par de colillas, también tres naranjas y un papel arrugado. Existe un organismo vivo compuesto de representaciones y materialidades que se contaminan mutuamente. Los espacios donde no se encuentran son sus vacuolas de soledad y silencio.
El paisaje contemporáneo es necesariamente cultural, político y relacional. Nuestra apreciación del paisaje como “fondo” vinculada a una noción ingenua de la naturaleza virgen e idealizada se aleja tanto de la realidad del paisaje actual como de su origen cultural y semiótico.
La etimología de “paisaje” está directamente relacionada con la palabra francesa “pays” que designa un país, y en alemán “landschaft” (traducido como “tierra modelada”) que originalmente hacía alusión a territorios en los que era visible el trabajo humano. Muchas de las primeras manifestaciones de lo que venimos a denominar “paisaje” hunden sus raíces en el interés cartográfico. Esto es, representar un lugar reconocible para identificar dónde empieza y termina una propiedad. “Mi terreno llega hasta aquel almendro por el norte, siguiendo esa valla de madera y sin sobrepasar esta casa que ves en primer plano”.
La relación del paisaje agrario con el arte se remonta precisamente a las primeras manifestaciones pictóricas de lo que vinimos a denominar “paisaje” en torno al s. XVI en Europa. Desde entonces se ha tratado como la representación de un lugar que da cuenta de la estrecha relación entre lo que determinamos que pertenece a lo humano y lo que pertenece a lo natural, como podemos revisar en la obra de Giovanni Bellini “San Francisco en éxtasis” de 1480, en la que no asistimos exactamente al retrato del monje en cuestión, sino al de un contexto espacial en el que descubrimos escenas agrícolas y campos de cultivo entre sus demás elementos, un contexto del cual el monje participa.
La apreciación de lo que llamamos paisaje como agente activo que nos afecta y al que afectamos (en vez de relegarlo a un plano pasivo) permite atender a lo que implica un ecosistema, un entorno, compuesto por muy diversas entidades de muy diversas naturalezas que se coproducen entre sí. Tomar consciencia de la participación del entorno implica atender a las relaciones existentes entre los diversos elementos que lo configuran. Implica dar cuenta de que entramos en un ecosistema determinado; con unos habitantes, unos modos de relación y unas características determinadas.
En ocasiones, “habitar la imagen” pretende ayudar también a habitar la realidad concreta, el espacio vivido, como reivindica Andrea Soto Calderón en “La performatividad de las imágenes”, recuperando la capacidad de asombro por las cosas y por su situación específica. Desarrollar nuestra capacidad de filtrar, enfocar y ahondar en nuestra realidad inmediata a través del paisaje óptico permite otros modos de relacionarnos con las imágenes, alejándonos de su hiper-producción y consumo.
Es difícil, pero cuando en algún momento se consigue dejar de oponer términos como “interior” y “exterior” podemos empezar a construir una cierta noción de pertenencia a nuestro contexto más inmediato. Salir de la automatización propia del viandante urbano implica poder metamorfosearnos en paseantes, recolectores, habitantes de un paisaje háptico además de óptico, desactivando la noción de trayecto como la relación entre un origen y un destino para, en su lugar, ser perceptivos, no a lo que nos rodea, sino a lo que pertenecemos, a lo que transformamos y a lo que nos transforma cada día.
Cuando nos desplazamos de un punto A a un punto B construimos una línea, un recorrido que normalmente intentamos sea el más corto, porque tenemos un destino. Pero en el momento en que intentamos ser permeables a ese camino descubrimos un mendrugo de pan que, habiendo sido picoteado por las palomas, se nos aparece como una piedra cincelada a golpe de pico en medio de una avenida. Construir un cuenco de barro bajo un paraguas un día lluvioso en la calle, o reordenar una serie de ramas y palos sobre el suelo como si de un osario vegetal se tratase, son ejercicios cotidianos que nos permiten mapear la ciudad, dejar de pensar en el trayecto, adquirir una conciencia poética y política del paisaje, no sólo como imagen, sino como acontecimiento.
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